19 marzo, 2024
Dorantes protagonizó en Arahal una de las noches que serán históricas en el festival Al Gurugú, en su decimonovena edición.

Fotografías Antonio Andrés

Si pensamos en piano solo en la música de la segunda mitad del siglo XX hasta hoy, es lógico hablar de los discos de Thelonius Monk, Art Tatum o las grabaciones en directo de Keith Jarret como el Köln Concert, que en los últimos años se multiplicaron. Son los grandes discos que han marcado la senda contemporánea del formato. Grabaciones secas en las que se puede oír desde el golpe del martillo sobre la cuerda hasta el humo en la sala, misteriosamente ingrávido como una nube sobre el instrumento. Como una pregunta que no tiene respuesta.

Y si hablamos de piano flamenco hay quien sitúa su origen en José Romero, que nace en el 36. Pero antes, con su disco con Argentinita, está Lorca, fusilado apenas un mes después del nacimiento de Romero.  A él, ser el gran poeta universal y símbolo de la época de una España que no muere (porque siempre hay otra España que no acaba de nacer) le eclipsaron como el también gran pianista que era. Y aún antes, en el siglo anterior, cómo no, AlbénizFalla y Granados. La primera piedra.

Estamos ante un festival bautizado con el título uno de los tangos de la Niña de los Peines y el abanico se abre lo suficiente para que podamos hablar de Bill Evans. Y eso es gracias a todos ellos. Y a Pepe Marchena, a Paco de Lucía, a El Lebrijano, a Morente.  Podemos poner al tiempo de testigo y que cuente en cuántos años se puede ver un concierto tan bueno en un festival que, ya de por sí, tiene un nivel excelente por costumbre, edición tras edición. Que hablar de música es como bailar arquitectura lo dijo Zappa, pero es que no guardan palabras los diccionarios para describir conciertos como el de Dorantes en el Al Gurugú de Arahal.

Una noche de las que quedan en el recuerdo. Una de esas pocas ocasiones en las que el arte se hace presente en mayúscula. Dorantes solo con un piano. Y noventa minutos delicatessen para un público flamenco gourmet, porque hablamos de Al Gurugú y hablamos de Arahal. Que es cuna como lo es Lebrija o como lo es el hecho mismo de ser hijo del guitarrista Pedro Peña, sobrino de el Lebrijano y nieto de la Perrata. Imposible que nada que nazca entre Utrera y Jerez no sea flamenco. Está en nuestra sangre como lo está Falla. Eso somos nosotros. Y es que el mundo se dividía en dos partes para el poeta Fernando Villalón, Sevilla y Cádiz, pero puede que se divida en tres: Sevilla, Cádiz y Jerez. La cuna grande del arte y más allá.

Dorantes sentó cátedra con la humildad de los grandes genios. Transitó su propia naturaleza como quien es capaz de hacer que el espejo le devuelva sonido en vez de imagen. Su flamenco fue sutil, contenido, elegante, profundo, identitario. Sabio en cuándo atemperarse, inspirado para cargar la suerte. Flamenco se es desde que uno se levanta. Se puede ser haciendo sonar repetidamente una sola nota con sordina marcando el compás de una bulería o rasgando las cuerdas de un piano de cola. O siendo más impresionista que Debussy. Y un solo piano es un trance de introspección y un abismo peligroso en que se puede ser preso de la libertad. O una pequeña cápsula de gloria. Es el salto sin red a cámara lenta. Una aventura. Y Dorantes fue brillante, mejor que cualquier expectativa.

Dorantes cantó con las manos. Cantó tan bien que no le dejaban irse. Uno de los riesgos de subirse solo a un escenario en un aforo pequeño y que la noche vaya bien. En tres ocasiones tuvo que volver ante tales ovaciones. Y porque cuenta en su repertorio con esa perla que es Orobroy y que dejó en el público la saciedad del arte bien servido que no se puede superar. Ese Orobroy que abrió una nueva dimensión en la era moderna del piano flamenco fue el broche de oro, la pieza del pueblo, la última en sonar y que dejó a Dorantes poner fin a su concierto. Una fiesta que nos sigue.

El público tiene que demostrar que merece la música que aún no ha escuchado. Tiene que darle el espacio aquel donde ésta se sublima. Sucede hoy en día con los discos que se escuchan como al rumor de un aire acondicionado y quedan subyugados al rechazo sin haberlos escuchado primero. Pero la música en directo parece aún albergar en ocasiones la posibilidad de una isla para degustar la música como se degusta una novela. Hay que escuchar las identidades ajenas para encontrarse en ellas. Tan sencillo como prestarle los oídos. El Teatro Municipal de Arahal tiene una sonoridad estupenda y la audiencia supo valorar lo que tenía delante. También por eso fue posible esta noche estelar con Dorantes. Los dioses nos crían, pero los juntamos nosotros. Si fuere dios el arte, el silencio, la música. El duende.

 

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