28 marzo, 2024
Un caótico cajón de sastre loco. Un disparo de sentimiento y libertad para con el arte y la opinión. Un disco carnívoro, ácido y plural. Una genialidad torrencial contra la corriente

Un caótico cajón de sastre loco. Un disparo de libertad para con el arte y la opinión. Un disco carnívoro, ácido y plural, exigente con el oyente (que debiera ser escuchante si atendiéramos a incluir conceptualmente en el término el especial grado de atención y dedicación conveniente para descifrar el lenguaje metafísico de un disco, ese animal en extinción tan poco protegido), vampírico, psicodélico y políticamente incorrecto. Hay nostalgia, nihilismo, realismo sucio. Discurso, atrevimiento y distorsión.

Un disco librepensador, peligroso para las cavernas, incómodo en algunas aristas para aquellos que desconocen la importancia de la fricción de conceptos; y para las ovejas sordas del rock. Con libre influjo de instinto e impronta rock, gran peso blues, la habitual presencia y recuerdo a los amigos ausentes… supone un reencuentro con el rock como género desafiante e inconformista, con despliegue de decibelios.

Es Volumen 11, la vuelta del Calamaro más camboyano. Sesiones de los años 2012, 2013, 2015 y 2016, en las que Calamaro, vuelve a tocar instrumentos. No encontrarán aquí la formalidad cordial de Bohemio (2013), el último disco de canciones nuevas del rockero. Pues, si podemos emparentar, aunque sea mínimamente, este álbum con uno anterior del argentino, es con el histórico disco del cambio de milenio, El Salmón (2000). No llega a alcanzar aquellas  altas cotas de incontinencia experimental y extensión, pero sí guarda parte del carácter salvaje, ecléctico y torrencial del disco quíntuple, así como esa heterodoxia artística. Ese carácter que llevó al prolífico Calamaro a regalar en las redes parte de su inabarcable hiperactividad musical, más de 2.000 tracks donde convivían canciones inéditas, grabaciones en directo, mash-up, versiones de clásicos del rock and roll argentino y anglosajón, y colaboraciones con figuras como las de el Cigala, Jerry González o David Lebón.

El título hace referencia al chiste de Spinal Tap (aquella película –falso documental de 1984- satírica sobre el rock and roll), en el que el rockero delirante, insaciable, insatisfecho con los diez niveles habituales de volumen de un amplificador, manda que  le fabriquen amplificadores especiales que alcancen el volumen once.

El detonante de Volumen 11 es “Apocalipsis en Malasaña”, un lisérgico rockabilly duro y acelerado, con el inflamable riff de Julián Kanevsky. Un pasaje onírico con escenario madrileño, compuesto para la película “El bar”, de Álex de la Iglesia. Apocalipsis, profecías y delirios místicos para abrir la brecha.

El opio no es el opio del pueblo; no es opio, ni es del pueblo”, declama Calamaro en “Frío y barro”, un reflexivo canto (en falsete) a las tentaciones y los vicios prohibidos. “Habría que estar más allá del bien y el mal, y naufragarse”. Firmada con el guitarrista Diego García, el Twanguero, con ricos pasajes armónicos en bajo y guitarras, que perfectamente entroncarían con el White Album de los Beatles, es uno de los puntos fuertes e hipnóticos de Volumen 11.

Loops y la melodía atractiva de un mellotrón marcan el cambio de rumbo. El emocionante medio tiempo, “Rock y juventud”, compuesto para el mega proyecto de Javier Corcobado de 24 horas de música, Canción de amor de un día. Una letra redonda, sensible, y un estribillo enorme.

Tras este momento álgido llega “Tan triste no es el blues”, un homenaje al género, folk de media sonrisa con su mensaje de alegría en la pena, de sudar la tristeza como esencia inherente al blues y su existir. Hay guiños a Pappo, contradicción y metáforas cien por cien Calamaro: “Si tus mentiras siempre dicen la verdad” o “A mí soledad le sobra lastimado un bandoneón”.

El quinto corte de Volumen 11 es “La noche”, que, producida por Cachorro López, saliera como adelanto del álbum pese a no representar al conjunto de las canciones. Una luminosa oda a la liturgia nocturna y sus corazones abandonados, con líricos latigazos tangueros de lunfardo. Un rock and roll fresco, muy rodríguez, con un buen solo en los teclados, a cargo de Germán Wiedemer,

Metáforas portuarias para la soledad inminente las de “Atunes y Ballenas”, otra de las cautivadoras perlas existencialistas de Volumen 11. De nuevo la aportación de Diego García, y con la aparición estelar de la trompeta de Jerry González.

Nuevo golpe de timón. Estamos ante la primera versión, “Como el viento voy a ver”. Calamaro se marca una versión monumental de este clásico del rock argentino, del repertorio, injustamente, poco conocido en España, de Luis Alberto Spinetta, en este caso, de la etapa de Pescado Rabioso. [*Breve inciso: corran a escuchar Artaud o Pescado Rabioso 2. Corran.] El abrumador hammond y las guitarras afiladas (presente la inconfundible Telecaster azul Toro)  arden en paz con un Calamaro que desgarra el blues como pocos son capaces de hacer.

El listón no baja con la soberbia y elegante interpretación que el argentino hace de “Mareo”, de Babasónicos, transformada en un estándar del género. Un bolero precioso, con traje jazzístico, clara huella de su exitosa e inspirada gira Licencia para cantar, sustentado en el acompañamiento sublime de Germán Wiedemer en el piano, una sutil percusión y un contrabajo que armoniza deliciosamente para ceder protagonismo a una espléndida letra de pura poesía. Atención también al puente hacia el mágico solo de piano, con la incorporación de un órgano añejo y una guitarra eléctrica. Insuperable, notas que quiebran el tiempo.

Ecuador y hueso central del disco es “El huevo y la gallina”, un blues literario de clásica estructura de doce compases, acompañado únicamente de una guitarra eléctrica. Le sigue otro blues, “El Blues de Santa Fe”, de Pappo, de riffs pesados y chatarreros, que se cruzan con las flechas de una telecaster que baila sobre éstos, con el bending marca de la casa de Norberto Napolitano, que también Andrés incorporó a su inventario estilístico guitarrero.

Se funde el final del blues con la llegada de “Las Almas Agradecidas”, el inicio de la imaginaria cara B del disco, el lado oscuro, más incorrecto, satírico y marginal. “Las comadrejas me arrancaron la carne…” Distorsión y un honesto discurso recitado confesional (“Reconociendo inclusive mi bestialismo, mi antitacto agudo y cruel […]”) y contextual (“La mediana Edad de Piedra, infarto social, temporal de materia fecal, nuestro Vietnam, el descuartizamiento […]”).

Hay un episodio esperpéntico e irónico en “Vampiro Torero”, de narración bukowskiana, y “Pánico en Benidorm”. El vampiro torero es la exagerada figura metafórica, recargada de sangrienta ironía y chatarreras guitarras distorsionadas, del carnívoro transeúnte común en sus cotidianas rutinas.  “Pánico en Benidorm” es el cómico retrato del turista británico gañán que se arroja borracho desde los balcones a la piscina del hotel en la costa mediterránea; un rock and roll desprolijo de vieja escuela, que también da un toque de atención al mundo de la canción y pide “huevo, atrevimiento y voluntad”.

La caja de pandora se abre con “Cazador de Ateos”, canción que, precisamente fuera publicada, allá en 2012, en aquella cuenta de Soundcloud de más de 2.000 grabaciones. Es el emblema, furiosa distorsión, decibelios y “volumen al 11”; la clave de este lado B del disco, la bandera rabiosa de este instinto de rebeldía ante los puritanismos moralistas de idearios impostados. “Nadie  sabe qué es el amor y la muerte.

Tras estos profundamente satíricos e ingeniosos minutos en el alambre, viene un poso luminoso a Volumen 11 con “Hasta el cielo”. Un hermoso canto rural que festeja los orígenes del blues, en los americanos campos de esclavos que trabajaban el algodón. Un amable saludo a Pappo y a su legado. Cielos grises y sonrisa llena de nostalgia para homenajear a los amigos ausentes.

“Blues y Orquesta” se presenta como un blues atípico, sin guitarras eléctricas, fundamentado sobre solemnes cuerdas orquestales, que recuerdan al repertorio de Leonard Cohen. Una letra recitada de catarsis y debilidades, de presos sin libertad, de Nocheviejas y  crudos mundos hostiles.

Se acerca el final con la última canción en la que oiremos cantar a Calamaro, “Que te vaya bonito”, un poderoso clásico del mexicano José Alfredo Jiménez, una ranchera que despacha buenos deseos, despechos y chulería a partes iguales. “Que te den lo que no pude darte, aunque yo te haya dado de todo”. Calamaro, con un sobrio acompañamiento de piano, interpreta con un compromiso incontestable este himno, haciéndolo suyo, envolviéndolo con una sutil fortaleza. Una hermosa versión, al más puro estilo Romaphonic Sessions, su anterior disco, solo a piano y voz.

El siguiente y último track del álbum (sólo aparentemente) es una inspirada jam session instrumental de categoría, grabada en vivo durante la gira Bohemio en su paso por Perú. “Trujillo Libre”, free jazz eléctrico, una deliciosa pieza de coleccionista de más de diez minutos. Recuerda a la etapa eléctrica de fusión de Miles Davis o a la formación Return to Forever, con los teclados de Germán Wiedemer y el rumor étnico de la gaita hembra colombiana, tocada por el propio Calamaro; guitarras con guiños a Woodstock en manos de Julián Kanevsky y Baltasar Comotto, y puro groove en el bajo y la batería, a cargo de Mariano Domínguez y Sergio Verdinelli, respectivamente.

Hay luz al final del arcoíris jam, un tema fantasma o track oculto, tal vez una prueba para ver quién realmente escuchó las dieciocho canciones anteriores (escuchar un disco completo, un código roto en la sociedad futurista y retrógrada del Medievo tecnológico): “La burra”, un experimental corte trotón de funk jazz tumbero, con la voz del poeta de la zurda, Jorge Larrosa.

Al final… es eterno el debate sobre la delgadez del límite que separa la genialidad y la locura. Probablemente las dos cosas sean lo mismo. Quién es capaz de discernir la una de la otra. La única verdad es que es libre el creador e inabarcable la libertad de su creación, su más noble aspiración. Y encorsetar una obra a convencionalidades o continencias de cualquier tipo es dejar volar a un pájaro libremente…entre cuatro paredes. De aquí la loca genialidad de Volumen 11, donde no hay paredes y el silencio y la distorsión retumban hasta el cielo, con un loable Calamaro que sigue haciendo lo que le da la gana, siempre contra la corriente, como el salmón, con un disco atrevido, rico en contenido y verdaderamente rockero.

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