28 marzo, 2024
Una noche. Un concierto. Una sala. Un público. Una banda excepcional. Un motivo para continuar esperando lo inesperado.

Sala X, 10/2/2015

Fotografías por Juan Antonio Gámez

Hay retraso y poca gente. Abrigada, porque hace frío. Las camareras están aburridas. Una de ellas hace el baile del pato, o algo parecido. Toman Red Bull, porque si no se dormirían. El escenario, vacío, parece una ensoñación de David Lynch. Un contrabajo espera tirado en el suelo desde hace tres cuartos de hora. No descarto otro más. Música soul en el equipo, conversaciones de hombres con barba. Mucho pureteo y progresía.

La cosa empieza a animarse cerca de las 22:00 en la barra; la Sala X se ha llenado, pero James Hunter no aparece. A las 22:20 los músicos salen a escena. No; son los pipas, y se lo toman con calma. A las 22:30 comprueban las luces. Alguien silba, otros se besan, y todos beben. James Hunter llega vestido como un matón de poca monta y murmura: «Just give me a moment» (¿¡otro!?), pero enseguida está listo. Y empieza.

Le acompañan alguien que no veo desde mi sitio a las teclas, el dueño del contrabajo tirado, un batería con cara de tener jodida la próstata y dos tipos a los vientos. En cuanto a James Hunter, tiene pinta de ex-boxeador irlandés de peso ligero que sobrevive como portero de algún sitio inmundo, pero su voz es la de un negro que hace del asma algo deseable. También se defiende bien con la guitarra; no es nadie, pero sabe usarla, y sus compinches tocan mejor. De hecho, la banda es MUY compacta. «Chicken Sweet», rítmica, lenta, hace que las camareras bailen. «One Way Love» parece tener muchos años encima, resulta dulce, y convence sin problemas. «Gold Mine» tiene ritmo como de calipso, y sería una banda sonora perfecta para pasar un verano con el Rey (no, no me refiero a Felipe VI).

Hunter nos cuenta que «People Gonna Talk» vendió 15.000 copias. Como si nos importara. Es una especie de ska lento, con un buen solo de saxo. Los caretos del líder, cuando se esfuerza en sus característicos falsetes, no tienen precio. Se retuerce como un sátiro, y sonríe con cierta lascivia cuando repara en el efecto que crea. La banda permanece siempre en un segundo plano, salvo por las frecuentes -y excelentes- intervenciones de los solistas.

Rhythm and blues sabroso, introducciones entrecortadas, súbitos finales, toneladas de soul. Un número en particular es lento, bulboso, orgánico. Se diluye hasta el silencio. Da igual, estos tíos lo bordan todo. «Jacqueline» abre a un palmo de Madness, y «Let the Monkey Ride» parece música de crucero para carcas, pero qué coño, funcionan. Hunter es mal hablado, por cierto, pero cuando se da cuenta de que le entienden se disculpa como un buen chico, y ataca «The Gypsy», una canción que se toma su tiempo. Contiene un episodio al estilo pregunta/respuesta entre la guitarra y los vientos, muy tosco, pero encantador.

A veces la cosa se pone marchosa, al estilo de B. B. King; otras, si no fuera por los extraños ruidos que hace con la boca, podría tratarse de un grupo de chicas de Tamla Motown; la siguiente apesta a erotismo tabernario; el blues, ora lento y pegajoso, ora apto para menearse un poco, lo envuelve todo. Los clásicos riffs de guitarra introducen temas con sabor a clásico, magníficamente interpretados; sensuales; sexuales. Un final concreto parece conjurar un orgasmo raramente memorable. Y nunca deja de ser bonito, aunque en algún tramo pueda recordar peligrosamente a UB40.

Como el viejo zorro que es, Hunter se reserva lo más espectacular para el final. Explorando su improbable vena guitar hero, juega a desafinar la cuerda grave de su instrumento durante su primario y efectivo solo. Sale entre aplausos, pantomima ritual estrictamente observada; vuelve entre aplausos, chiste consabido, pero ahora explota. De verdad. Percute en el mástil, hace el ascensor con la guitarra, la toca en posición vertical como un contrabajo, juega con el público con voces, exhalaciones calientes, falsetes traviesos… y se los gana sin remedio. Como a mí. Ha hecho de una noche entre semana una fiesta indiscutible, y eso ya es bastante.

De vuelta a casa encuentro un muñeco tirado en el suelo, y decido recogerlo para regalárselo a mi jovencísima vecinita, otra muñeca de apenas dos años. Es lo único que puedo darle de esta noche, puesto que, evidentemente, no lee aún. Otra parte queda aquí escrita. El resto me lo reservo para mí. Ella no podrá entender hasta mucho más adelante, y quizá nunca, la contradictoria sensación de regocijo de encontrar a alguien extrañamente familiar durante -pongamos- una rueda de reconocimiento. Sé que lo que expreso es oblicuo, pero ver a James Hunter ha sido como volver a ver a ese mal chico de tu infancia, sonreír involuntariamente, y sentirte idiota sin saber si es por sonreírle a quien una vez te trató mal o por no saber dejar el pasado en su sitio:

– ¡Hey! Tú eres Antonio, ¿verdad? ¿Qué tal, tío?

– Huh… Sí; ¿qué tal, James?

– Mucho mejor desde que estoy fuera, chico. Es mejor portarse bien. ¿Vienes al concierto?

– Sí; de hecho vengo en calidad de redactor, porque escribo para…

– ¡Ups! Tengo que largarme; esos inútiles no saben hacer nada sin mí. Me alegra verte, chico. (Tira el cigarrillo)

– Huh, claro, James. Lo mismo digo. Suerte.

-Sólo los perdedores necesitan suerte. (Sale)

(Antonio queda solo en el centro del escenario oscuro y vacío, reflexionando sobre las implicaciones de lo que acaba de oír. No tiene ya a nadie a quien hablar, salvo a sí mismo. Lentamente, gira la cabeza hasta mirar al público de frente. Abre de nuevo la boca para decir algo, pero la luz se apaga. Se cierra el telón)

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