16 abril, 2024
Ludovico Einaudi agotó las entradas en su concierto en Iconica Fest y sumió a la Plaza de España en un dulce trance de dos horas.

Fotografías Antonio Andrés

El pasado domingo recordaba cuando, hace ya bastantes años, un amigo que ya no está entre nosotros nos regaló un disco pirata que él mismo había grabado, seleccionando su contenido, y que había titulado con rotulador permanente rojo Pa’ aliviar los nervios. Contenía canciones de Dorantes, Yann Tiersen y Ludovico Einaudi. Eran todas piezas de piano. Ese instante de paz que suponía aquel CD (esos posavasos, un objeto redondo, con un agujerito en medio, un artilugio que se utilizaba para reproducir música…) fue el mismo al que nos trasladó Ludovico con su concierto en la Plaza de España.

El final del increíble espectáculo lumínico que inunda la plaza cada día durante el mes del Iconica Fest quedó unido al sonido de una gota de agua que caía a un ritmo constante, inundando de sosiego lo que segundos antes era una explosión de color y dinamismo. La pausa precisa que requería el espectáculo para emprender el viaje. Las últimas gotas antecedieron el paso del pianista hacia el escenario. En este concierto, sin lonas ni pantallas en la parte de atrás del escenario, la belleza de la fachada del monumento de Aníbal González quedaba expuesta tras el piano, y la icónica escena del compositor cruzando uno de los puentes hacia el escenario fue uno de los detalles mágicos de la noche. La gota de agua, Ludovico cruzando, un puente hacia la música.

La plaza iluminada de azul y un hermoso y rotundo silencio que hacía muchísimos conciertos no encontraba. Una isla de calma en medio de estas vidas frenéticas sin pausa. Un íntimo trance de tal sensibilidad que rindió Sevilla a sus pies. Daba apuro hasta suspirar para no ensuciar la quietud del momento. Y eso que la emoción lo pedía. Apenas el eco lejano de alguna sirena de ambulancia nos devolvía a la realidad de esta galaxia mediana.

Cualquier pianista puede detectar fácilmente que técnicamente Einaudi no es un músico nada complejo. Ni falta que le hace. Su sensibilidad apabulla. Ese italiano con fedora, que arquea las cejas mientras toca y encuentra las notas en la oscuridad de sus ojos cerrados, sabe ponerle sonido a emociones que se describen con palabras que no existen. Encadenó de seguido una primera media hora en su Steinway que el público, contenido hasta entonces, rompió con un aplauso en el primer parón. Solo en el escenario, con una iluminación sobria que recaía sobre las partituras que no utilizó y  la música como principal y única atracción: las ochenta y ocho teclas y los diez dedos, el ébano y el marfil.

Tras cuarenta y cinco minutos protagonizados en soledad por las piezas de su último disco, Underwater, se le unían en el escenario Federico Mecozzi al violín y Redi Hasa al violonchelo. Unos músicos finísimos que, de nuevo, me sumergían asombrado como la primera vez en una reflexión sobre lo bien que se escucha la música en una Plaza de España que el otoño sorprendió, confrontando con la calidez del espectáculo, con un cambio de temperatura que pilló a los sevillanos en manga corta. Si no fuera por ese entorno incomparable que abraza el escenario, uno querría cerrar los ojos y fundirse en la misma profundidad que navegan los ojos cerrados de Einaudi. Sólo música por encima de la música.

Con la tensión de las cuerdas la música se volvía más viva. Se sumaba posteriormente, además, un cuarto elemento: Francesco Arcuri en la faceta percutiva y electrónica del concierto. Él quedó al mando de sintetizadores, vibráfono, mellotrón y unas sutiles percusiones bien elegantes, completando un cuarteto con la sincronía de un reloj suizo. La plaza se teñía de rojo y hasta el canto de un grillo atrevido parecía mimetizarse y adaptarse delicadamente al cuatro por cuatro bordado de semicorcheas de Einaudi y compañía.

Más de dos horas se prolongó este dulce trance, un susurro en el oído, una suave catarsis en la noche más íntima de Icónica, que transcurrió en un suspiro, envuelta en un halo mágico de presente y nostalgia. Minimalista y estremecedor, Ludovico Einaudi convocó la belleza de lo innombrable, aquello que no se puede contar en una crónica. Un alivio de la vida, un instante de paz.

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