La alegría, el color, la luz, el vuelo de la vida, así es North Korea Dance, una derroche de energía que te deja toda la obra con una sonrisa en la cara y los ojos como platos.
Eun-Me Ahn es una coreógrafa muy particular.
Su apuesta por la danza es clara: vamos a celebrar la vida. Y la vida es una conexión entre la belleza tradicional y el ciclón moderno, cruzado por una estética kitsch: pura seducción.
El Teatro Central congregó a jóvenes atraídos por esta estética tan luminosa, algo desgraciadamente poco usual en el teatro contemporáneo actual, donde la juventud no es ni por asomo el público dominante.
La obra se incia con el gayageum, el un instrumento de cuerda pulsada más popular de Corea. Sigue con unos bailes de supuestos militares con trajes fluorescentes, parece una visión divertida de los desfiles militares de Corea del Norte.
La coreógrafa Eun-Me Ahn parece recoger cierta esencia identitaria de los bailes tradicionales, algunos trozos de vida hecha danza. Para alejarlos de la furia y el dolor de la dictadura, mezclarlos con bailarines virtuosos, músicas electrónicas y ofrecer unos posibles, unas esperanzas a toda esa oscuridad que escupe un régimen opresor.
Se apropia de los códigos, porque ella es la herencia, ella con su talento y trayectoria se puede apropiar y ser el medio con el que la danza de Corea siga viva. Cuando todo el drama acabe, la danza estudiará su propuesta para seguir avanzando.
Ella es grande, ella es Eun-Me Anh. Hace lo que sabe, lo que siente: danza. Ofrece alegría y esperanza. La herencia será un camino por el que una vez acabada la pesadilla, no tener que empezar de cero.
No habrá que contruir desde la nada, en el vacío. Ella será una de las piedras que no fueron destruidas y serán los cimientos de los que vendrán.
Evidentemente no vive en Corea del Norte, está asociada al Théatre de la Ville de París, pero representa a su país, y es orgullo de la humanidad.
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