24 abril, 2024
“Bob Dylan, Nobel de Literatura. El Nobel con guitarra eléctrica que dignifica al propio premio. El triunfo del rock y la literatura de la música popular.”

«Por haber creado nuevas formas de expresión poética dentro de la gran tradición de la canción estadounidense.»

Nadie ha sido mejor que Leonard Cohen en encontrar las palabras perfectas para explicar lo obvio. «El premio Nobel a Dylan es como ponerle una medalla al Everest, a la montaña más alta.» Cuando el premiado es más grande que el premio, que es, en realidad, una insignificancia. Una medalla en el Everest es sólo una pequeña piedrecita en la montaña más alta del mundo. La grandeza de Dylan es la misma con el premio sueco que sin él. No obstante, no puede más que ser celebrado por todo el que ama el universo del género canción y el que sabe apreciar la literatura. El triunfo del rock, probablemente, la revolución cultural y el lenguaje popular más importante del siglo XX, reconocido, esta vez, en el ámbito, académicamente, culto. El primer premio Nobel con guitarra eléctrica de la historia.

El aura de tótem de la cultura popular de Dylan es ineclipsable. Probablemente, no haya Nobel más celebrado en siglos, por más que algún mendrugo tozudo se empeñe en querer poner la etiqueta de “literatura” sólo a lo que le plantan por escrito delante de las narices. Véase el “gracias por su visita” de la servilleta de un bar cualquiera. ¡Como si las canciones de Dylan, aún mudas, antes de ser vestidas de acordes, no fueran poemas volcados sobre el papel! La condecoración al autor de “Hurricane” es una gran fiesta para la literatura. Como ha dejado dicho, el también genial, Tom Waits, “antes de que los relatos épicos y los poemas fueran escritos, las letras migraban en los vientos de la  voz humana, y no hay una voz más grande que la de Dylan”. Ni más universal, añadiría yo.

Podríamos definir poesía eternamente. Podríamos estar tratando de definir la literatura hasta el fin de los días. Pero, mejor, les recomiendo disfrutar de ella. En concreto, de la literatura del Premio Nobel Bob Dylan, que desprende luz hasta en la oscuridad. Hasta hay un propio género literario que gira en torno a la literatura lúcida e inspirada de Bob: la inaudita inmensidad de libros publicados cada año con el fin o el intento de tratar de analizar las claves, los símbolos, descifrar el misterio y los significados de las letras del bardo de Minnessota.

El reconocimiento del primer Nobel cantado es una deliciosa sorpresa nada sorprendente. El nombre de Dylan llevaba años “knock, knock, knocking on Nobels doors”. Un reconocimiento, más bien tardío, para la dignidad literaria de la música popular, donde Leonard Cohen, Tom Waits, Joan Manuel Serrat o el propio Dylan, escritores de canciones, llevan décadas creando brillante literatura con mayor valor artístico que mucha de la que se vende como best seller y se anuncia en televisión.

La figura de Bob Dylan, siempre engalanada en un excitante halo misterioso, nace cuando el joven Robert Zimmerman llegó a Nueva York con la idea de visitar al cantautor folk Woody Guthrie, su ídolo. Tomó el nombre artístico de Dylan del poeta Dylan Thomas. Quiso ser el rey del folk, quiso ser un cantautor protesta, quiso ser Elvis. Y fue mucho más que todo eso. El judío (que fue ateo y vivió una conversión al cristianismo evangélico) que cantó ante el papa, fue la voz de una generación. Protestó contra la guerra, anunciaba el cambio, grabó discos de temática exclusivamente cristiana, fue tildado de traidor por electrificar su repertorio. Acostumbrado a decepcionar a su público con los constantes cambios de rumbo, al mismo tiempo de convencerlo con la nueva forma de su discurso.

Y es que Dylan es el artista más evolutivo, un constante Judas, el que más ha decepcionado y sorprendido constantemente a su público, el que  más poder de intensa actualización ha logrado, consiguiendo, en cada ciclo, arrastrar con él una extensísima masa de músicos y artistas, influenciados hasta la médula de cada etapa dylaniana. Son tantos los hijos literarios y musicales de Bob. Tantos artistas que, bien no podemos decir que no hubieran existido sin Dylan, sí que podemos afirmar que no habrían existido tal y como los conocemos si Robert Zimmerman no se hubiera cruzado en sus caminos. Cuando, en el 64, los Beatles conocen a Bob Dylan(y con él, cuenta la leyenda, al cannabis), se dan cuenta de que sus canciones pueden resultar poéticas, de que pueden experimentar con el lenguaje más allá de she loves you, yeah, yeah, y yeah… y la forma de escribir canciones de los de Liverpool cambia en ese mismo instante. Lennon y Harrison (con quien Dylan formó el supergrupo Travelling Wilburys junto a Roy Orbison, Jeff Lynne y Tom Petty) fueron los beatles cuya influencia dylaniana resulta más notable en sus respectivos repertorios. Dylan fue el gran liberador de las limitaciones inherentes a las convenciones del pop masivo al que unos Beatles, mundiales ídolos adolescentes, podían verse atados en 1964.

Venerado por todos. Padrino de Bruce Springsteen, de Neil Young, de The Band, de Dire Straits, de Grateful Dead… y en castellano, la mayor inspiración de escritores de canciones como Joaquín Sabina, Andrés Calamaro, Quique González, Kiko Veneno…

Dylan dignifica el nobel. Es el poeta torrencial, el mago de las palabras, un maestro del leguaje, un genio del caos. En constante cambio, y en tantas ocasiones… a contracorriente. Probablemente, podemos hablar históricamente de dos grandes comunicadores judíos universales cuyo discurso, nuevo y rompedor, siempre a la contra, acabó calando en toda la humanidad: Bob Dylan y Jesucristo.

Dylan cantó, al borde de la oscuridad: He alcanzado el fondo de un mundo lleno de mentiras. / Ya no busco nada en los ojos de nadie. (“Not Dark Yet”); cantó críptico y enigmático Porque algo está ocurriendo aquí /pero no sabes lo que es /¿no es así, Mr. Jones? (“Ballad of a Thin Man”); con referencias bíblicas Si no vas a cumplir la condena/ no cometas el crimen, corazón mío (“Heart of Mine”) o El vagabundo que está llamando a tu puerta/ tiene puestas las ropas que tú llevaste una vez (“It’s All Over Now Baby Blue”).; entregado por completo al amor Es como si nada en mi vida hubiera sido cierto (“Emotionally Yours”) o Iría hambriento, triste y apesadumbrado / arrastrándome por la avenida/ y no habría nada que no hiciera / para hacerte sentir mi amor. […]Por ti iría al último rincón de la tierra/ No hay nada que no hiciera/ para hacerte sentir mi amor (“Make you feel my love”); destrozado por amor, en un ejercicio de honestidad brutal, con sangre en las canciones De modo que ahora estoy volviendo otra vez/ tengo que encontrarla de algún modo […] siempre hemos sentido lo mismo/ sólo que lo vemos desde / un punto de vista diferente,/ envuelto en tristeza (Tangled Up in Blue”).

Bob Dylan es así, genio y figura, maestro de la contradicción. El  primer músico de la historia en recibir un premio Nobel, tocó en Coachella, el día anterior al anuncio del galardón, “Like a Rolling Stone”, su canción más universal, considerada por muchos, la mejor de la historia. Tres años hacía que no entraba en el repertorio de alguno de los conciertos de su gira interminable. Y dos días después, Dylan tocó en las Vegas. Ni un comentario, ni una palabra al respecto de la noticia que daba la vuelta al mundo.

El caso es que no sabemos si  Dylan recogerá el premio el próximo 10 de diciembre, siquiera si lo aceptará. Jean Paul Sartre ya lo rechazó. Probablemente, Bob, lo recibiría con gafas de sol, tal vez sombrero, y seguramente, mostrando una indiferencia pasmosa ante el merecido reconocimiento, porque, por muchos ríos de tinta (¡digital inclusive!) que derramemos el restante común de los humanos que no somos Bob Dylan, Bob Dylan se fuma el premio.  Por cierto, la Academia sueca lleva cuatro días intentando ponerse en contacto con el laureado, sin éxito alguno. Ya ha desistido. Bob Dylan es así. Así de genio, más grande que el propio Nobel.  La reverencia debería ser universal.

 

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