16 abril, 2024
La obra es la lectura dramática del proceso contra el juez Baltasar Garzón. Su representación en el Teatro Central puso en pie al público y recalcó la importancia de no olvidar.

Bajo dirección de Andrés Lima y con texto de Raúl Quirós, este relato teatral recrea el juicio de 2012 contra Baltasar Garzón por abrir una investigación sobre los crímenes de la Dictadura Franquista.

Tras recibir desde el año 2006 diversas denuncias de asociaciones para la Recuperación de la Memoria Histórica y de asociaciones de familiares desaparecidos durante la dictadura, el magistrado inició en 2008 el proceso por crímenes contra la humanidad. Atribuía así al gobierno franquista un plan de represión y exterminio sistemático. En 2010, comenzó el juicio contra Garzón por supuesta prevaricación (dictar una resolución injusta a sabiendas[1]) y por iniciar una causa general contra el franquismo. El 27 de febrero de 2012, el Tribunal Supremo absolvió a Baltasar Garzón.

Es una representación decidida a no alargarse en el tiempo: en aproximadamente una hora, resume el juicio y asienta las bases para abrir un diálogo que aun no está preparado para cerrarse. De la mano de actores brillantes, la obra documental encarna los testimonios más representativos del juicio, “sin una sola línea de ficción”. Ernesto Alterio y Antonio de la Torre se enfrentan en los papeles de acusación y defensa, respectivamente; Andrés Lima ejerce como Su Señoría a la par que narrador, introduciendo las escenas y los datos mas significativos. La voz de Mario Gas –¡pero qué voz!– llena la sala con las palabras del juez Garzón, resultando toda una experiencia poder oír en persona al característico actor de doblaje. María Galiana, Natalia Díaz, Gloria Muñoz, Ramón Barea, Emilio Gutiérrez Caba y José Sacristán dan vida a los testigos y Laura Galán a la secretaria judicial. En ningún momento interpretan a unos personajes: con una naturalidad y emoción latentes, los actores –libretos por delante– personifican las afirmaciones y preguntas literales del juicio.

“No hay historia muda. […] la historia humana se niega a callarse la boca”. Con estas palabras de Eduardo Galeano[2], Andrés Lima introduce la representación. Lo hace en un escenario singular. Siendo más concretos, no hay escenario: al nivel del suelo, unas mesas están colocadas a imitación de una sala judicial, pero con la singularidad de que es Su Señoría la que nos da la espalda y no el acusado. A sendos laterales se colocan unos pequeños graderíos con filas. Actores y público se entremezclan: en los escritorios jurídicos se sitúan algunos espectadores y los actores que personifican a testigos se colocan en las butacas de las gradas. Las paredes están empapeladas de fotografías retrato de mujeres y hombres, en blanco y negro.

Durante casi la totalidad de la obra, las luces permanecen encendidas, tenuemente, sobre los espectadores. Es, después de todo, un teatro que no puede prescindir del público, un teatro que busca decirnos “esto pasó y sigue pasando, y tú siempre has estado presente”. La iluminación nos integra, no nos deja alejarnos, pues formamos parte de la historia. Su Señoría se sitúa de espaldas a nosotros, lo que obliga a que todas las voces que pasan por el escenario se dirijan al público. El juez del caso es casi un fantasma, evoluciona a un papel colectivo: los actores dialogan con nosotros, nos miran directamente en varias ocasiones, convirtiéndonos así en parte del tribunal.

“Las víctimas en este país no han tenido nunca constancia ni consciencia de víctimas”.

Emilio Silva, testigo.

Solo se escucha el ruido de palas contra la arena, acompañado del eco de voces y canciones; un sonido que surge únicamente cada vez que un testigo sale al estrado, como una esencia imborrable que acompaña a aquellos que han decidido no olvidar, a aquellos que han decidido seguir revolviendo la tierra, porque en ella se esconde su historia, nuestra historia. Ruido de palas contra arena, montañas de arena que no solo cubren cadáveres sino a los que luchan contra el silencio.

Aunque el tema sea el juicio al magistrado, el verdadero fondo de la representación son los testimonios y los diálogos entre las partes. Con el debate aun abierto de la memoria histórica, la obra plasma ambos lados. La acusación contra Garzón afirma la urgencia de “evitar la necesidad de volver hacia el pasado”. Cada testigo, por su parte, arrastra consigo un grito hacia la verdad, fragmentos de la historia que, por vergüenza, España parece no querer escuchar.

“—El problema es entonces saber dónde están los restos de su padre.

—El problema es que se investigue por qué se llevaron a siete personas que no tenían cargos”

Diálogo entre la acusación (Ernesto Alterio) y Fausto Canales (José Sacristán).

Al finalizar la representación, las luces se apagan, suena de fondo la arena, las voces y los cánticos melancólicos. Los actores leen al público el epílogo —“después de Camboya, España es el segundo país del mundo con más número de desaparecidos”, como frase final— y se dan la vuelta para dirigir los aplausos a todos los rostros que cubren las paredes.

La obra es, así, parte de un teatro documental que, como suele intentar hacer el Arte, busca dar voz a los que no la tuvieron. A los que siguen sin tenerla. La obra nos interpela, recordándonos por qué no podemos mirar con tanta distancia la memoria histórica: estamos olvidando de dónde venimos; avanzamos, pues, a ciegas hacia el futuro.

“Las heridas no se pueden reabrir porque están abiertas […] y no se pueden pasar las páginas de la historia que no han sido escritas”.

Josefina Musulen, testigo.

El pan y la sal es una producción del Teatro del Barrio en colaboración con el Teatro Español, el Teatro Lliure y el Teatro Central.

[1] Según la RAE, la prevaricación es el “delito consistente en que una autoridad, un juez o un funcionario dicte a sabiendas una resolución injusta”. (http://dle.rae.es/?id=U91ovyA)

[2] Del libro “Patas arriba. La escuela del mundo al revés”, de Eduardo Galeano.

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