29 marzo, 2024
C. Tangana reivindicó la canción popular hispanoamericana a base de grandes éxitos en la noche más esperada de Icónica.

Fotografías Antonio Andrés

En el universo de las canciones de El Madrileño hay humo, bebidas alcohólicas, sobremesas, juergas eternas que se prolongan hasta las luces de la mañana. Bares de barrio, discotecas capitalinas, tascas tradicionales, limusinas, descampados, España cañí e inmigración. Torería, nocturnidad y alevosía. Todo un inventario castizo que encuentra su acomodo en la diáspora de ritmos y acentos resultantes de la integración hispanoamericana. Una revisión modernizada del folklore de ésta y la otra orilla, más que eso, una celebración de la canción popular en español para todos los públicos, una exaltación de la latinidad. El Madrileño universal despedía su Sin cantar ni afinar por todo lo alto en Icónica Fest, en la Plaza España.

Con su puesta en escena faraónica. Más de treinta músicos en escena, sección de vientos, sección de metales. En su banda habitual talentos tan insignes como su mano derecha, Víctor Martínez, el heterodoxo Niño de Elche, la Húngara, Rita Payés (que bordó elegantísima un precioso Te venero), la generación más joven de artistas de la rama Ketama (Juan Carmona, Lucía Fernanda y Marina Carmona), Yerai Cortés, Pirata o Pablo Pablo, el hijo de Jorge Drexler, en sintetizadores y vocoders en la función más modernizadora del sonido. Pucho sabe bien cómo rodearse.

Es un arquitecto pop con visión panorámica, un talento que trasciende por encima de géneros, generaciones y prejuicios. Y que no deja detalle sin cuidar. Su concierto fue una obra de arte global. C. Tangana ha diseñado un espectáculo total, musical, cinematográfico. Una bomba pop, costumbrista y moderna. Entre la estética setentera castiza y un escenario de club neoyorquino años 50, arrancaba explosivo de épica con Still Rapping sobre redobles semanasanteros y el poderío de los vientos. Uno no sabe dónde mirar en ese escenario abarrotado de talento, pero los movimientos de cámara y los juegos de iluminación, medidos al milímetro, hacían aparecer y desaparecer a los protagonistas como por arte de magia, ponían el foco en el momento adecuado en cada personaje, como la figura de un cuadro que mira hacia el espectador para adentrarte y dirigirte en la pintura. El despliegue cinematográfico de Sin cantar ni afinar no tiene nada que envidiar a los más estéticos del séptimo arte.

En su universo sonoro se funden boleros R’n’b como Te olvidaste con pseudo corridos mexicanos sobre la hombría como Cambia!, la bossa nova actualizada de la sensual Comerte entera con los ramalazos trap (Yelo, Tranquilísimo, Llorando en la limo), intensos medio tiempos pop (Párteme la cara) con el sabor dominicano de la bachata (Ateo). Con un directo aún más latino que en sus grabaciones, con el acento en el guaguancó, incidiendo en los compases tumbaos y en las codas salseras. Tras Nominao, desataba el éxtasis la insuperable Demasiadas mujeres, esa perla que saluda a La Campanera que popularizó Joselito, cruza por una marcha cofrade y se sume en una enumeración casi coheniana sobre un pulso de techno berlinés.

Todo se oscurecía ante nuestros ojos. Y a la vuelta de la luz, en una suerte de escena almodovariana, una mesa aparecía en mitad del escenario rodeada de nuevos protagonistas. Entre ellos, Antonio Carmona y Kiko Veneno, los invitados estelares de la noche. Las guitarras tomaban el mando y se abría una juerga de sobremesa rumbera plena de grandes éxitos del cancionero popular, propio y ajeno, en la que todos cantaron, en la que todos cantamos. La épica de lo popular haciendo saltar todo por los aires. Me maten quedaba empatada al No estamos lokos de Ketama, Ingobernable moría en mancuerna con un Noches de Bohemia de Navajita Plateá que Pablo Drexler introducía cósmico de efectos en la voz y Niño de Elche remataba por derecho. El popurrí incluía Corazón Partío de Alejandro Sanz, Los tontos y Alegría de vivir de Ray Heredia, además del momento más curioso de la noche: C. Tangana poniendo a cantar a casi 20.000 personas Aunque tú no lo sepas, la balada que Quique González escribió para Enrique Urquijo a partir de un poema de Luis García Montero. La paradoja mainstream de un artista, Quique, lo más alejado posible del tanganazo.

Un nuevo giro de guión, que hacía desaparecer a los protagonistas de la sobremesa y convertía la mesa en las tablas iluminadas de una discoteca, introducía el tramo final de la noche. Una ráfaga con representación de casi todas las vertientes artísticas de Tangana: Llorando en la limo, la rumbita salsera Muriendo de envidia, Nunca estoy, el súper hit Tú me dejaste de querer, Antes de morirme (el éxito antes del Éxito) y el bolerazo atemporal y canalla que dio origen a todo el universo madrileño, Un veneno.

La noche más esperada de Icónica superó todas las expectativas posibles. Sevilla era una fiesta (una fiesta que nos sigue, que diría Hemingway), la Plaza se llenaba de colores, las flamencas Mëstizas pinchaban y entre el espectáculo de luces se colaban guiños a la Expo, como la aparición sorpresa de Curro, que saludaba desde el fondo de la plaza. C. Tangana reivindicó la canción popular hispanoamericana en su concepción más abierta, más genuina. Aquello que defendía Pepe Blanco en esa entrevista cuyo fragmento Pucho incluyó en su show. La canción española como género auténtico, racial, del pueblo.

Cuando he oído cantar en el extranjero (he corrido el mundo, yo he corrido el mundo cantando; no todo, porque sería mucho, pero bastante), he llorado oyendo cantar a cualquier artista español. Porque no puede cantar un inglés un fandango, ni una jota, ni un pasodoble. No puede cantarlo. En cambio yo cantaría lo que canta ese gran artista, Sinatra. Y lo cantaría, pero él no puede cantar ay, ay, ole, como canta Farina, por ejemplo, Farina o Antonio Molina, ¿a que no puede cantarlo?

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