19 abril, 2024
Bienvenidos a una noche de música implacable, arriesgada... y vagamente traducible

Teatro Central, 18 de Marzo de 2015

Fotografías por Elena Navarro

Profusión de instrumentos desparramada: dos baterías, una de ellas rodeada de teclados de añejo aspecto, amplis, un chelo, un set de percusión, una guitarra, un contrabajo encallado, un bajo, micros, una mesita con un PC y una silla.

Elena, la compañera de 8pistas que acabo de conocer, hace los deberes a pie de escenario antes de ser confinada al palco de los fotógrafos. La gente entra en cortos espasmos de afluencia; no parece que vaya a llenarse – Nels Cline no es Lee Ranaldo, y Wilco no tienen el lustre (o la pátina brumosa) de Sonic Youth.

Arbol

La chica de las proyecciones se sienta a su ordenador; llegan una bajista, un guitarrista, una violonchelista y un batería, teclista y violinista, que resulta ser Miguel Marín, principal impulsor de este proyecto. Un tipo que ha hecho de todo, desde tocar con Sr. Chinarro hasta componer la música para el pabellón de España en la Expo de Shanghái, pasando por Montgomery o el cine de Bigas Luna.

Arbol hacen una curiosa mezcla de músicas tentada de llevarte a algún estado de ánimo rayano en lo religioso, melódica, sangrante, azarosa y vital. Son bastante repetitivos, lo cual no es necesariamente malo, pero se agradecería algo más de variedad en el humor taciturno en el que han decidido instalarse.

Pero, ¿qué he visto? Un set tal vez deudor de esencias crimsonianas, floydianas, velvetianas, un océano de cuerda inclemente sobre el que gravita una extraña colección de sonidos electro-orgánicos. La del PC dibuja, o controla las proyecciones de forma harto dudosa; el guitarra atiende más a los botones de su pedalera que a su instrumento. La bajista parece inmersa en un mantra propio. Alguien canta de vez en cuando, aunque de un modo más bien «instrumental», añadiendo capas de sonido extra a la densa marea viscosa con la que nos estamos bañando. Bastante interesantes, e incluso agradables según el momento.

The Nels Cline Singers

Para evaluar lo que Nels Cline y sus compañeros nos dieron esta noche es preciso meditar un poco, al menos… Venga, me lanzo:

3A0A601 / 8263348111 & 801 099 029 / 8.99 – 07.29 / L _V

Aunque supongo que no estaréis muy de acuerdo si estuvisteis allí. Voy a intentarlo de nuevo, en un registro más clásico:

Nels Cline y los suyos se situaron en sus respectivas posiciones y dieron un comienzo sinuoso a un recital que se caracterizó por la absoluta falta de contemplaciones. Es muy difícil saber qué era improvisación y qué no lo era, porque hasta en los momentos más sincrónicos la libertad expresiva es tal que nos confunde. Hay elementos obvios de free -muy, muy free- jazz en su lenguaje, lo cual explicaría parte del asunto, pero estos cuatro músicos disponen de mucho más bagaje con el que asombrarnos. En rigor una súper-banda, estos «cantantes» (pues nadie canta, o lo que hacen de vez en cuando no es cantar, en un sentido más o menos ortodoxo) son capaces de mucho cuando se les da cuerda, y por Dios que la cuerda era decididamente larga.

El bajista y contrabajista Trevor Dunn parece estático en su rincón periférico, pero eso no es lo que ocurre en los confines de su instrumento, donde lo convulso convive con lo disciplinado en perfecta sintonía. Es un músico que ha trabajado con gente realmente loca, como Buzz Osborne o Mike Patton, lo que quizá pueda dar una idea de sus capacidades. El baterista Scott Amendola es el más apegado a la tradición jazzística. Se desplaza por su kit con gracia indiscutible, en pequeñas ráfagas de acción/reacción siempre efectivas. Más que marcar un ritmo, establece una corriente fluida con múltiples meandros y recovecos que nunca se desvían más de lo deseable (aunque sí, quizá, más de lo razonable, una palabra sobrevalorada y aquí totalmente innecesaria). Charlie Hunter, Bill Frisell o Primus se han beneficiado de sus dotes. El percusionista Cyro Baptista es un monstruo gentil, que igual golpea o arrastra distraídamente una baqueta por un xilofón que agita como un poseso una cabasa mientras grita de forma demencial. Increíblemente, todo funciona a la perfección, y el color que añade a la mezcla final es distintivo y muy rico. Brasileño de nacimiento, ha trabajado en proyectos de todo tipo, desde Paul Simon hasta Naná Vasconcelos o John Zorn.

Y, por supuesto, Cline, guitarrista sin madera de héroe, pero todo un referente cuando hablamos de posibilidades del instrumento. Vestido enteramente de negro, como si quisiera llevarle la contraria a John McLaughlin, Nels parece el primo sieso de Neil Finn, de Crowded House, pero aquí acaban las semejanzas, porque lo que tiene que decirnos casa mejor con todo lo que pueda considerarse música de vanguardia que con pop o rock al uso. A pesar de la naturaleza de sus labores en Wilco, el señor Cline tiene el gusto de desatarse de modo inteligente en este su proyecto, que, si bien no inventa nada, sí que puede catalogarse como una saludable excursión a territorios ni demasiado conocidos ni demasiado transitados.

Técnicamente puede recordar a otro no-guitarrista, como David Torn, por el uso de toda clase de cachivaches electrónicos que pervierten el sonido clásico de una guitarra, pero Cline confía más en sus propias manos y ofrece momentos de auténtica destreza; eso sí, siempre subordinados a la impresión general que la banda debe causar. Así, una pieza podía comenzar como un pequeño toqueteo en ciertos comandos, que establecerían un ritmo o un tono sobre el que se añadirían los demás instrumentos, creciendo de forma sutil pero implacable, hasta un punto de no retorno en el que el motivo principal se haría evidente. Otras veces, a una señal del líder, la banda al completo atacaba al máximo volumen, desde el silencio, la nota inaugural de un pandemonio organizado cuyo desenlace podía ser cualquier cosa menos esperado.

En medio, solos, a veces heroicos, a veces cómicos, siempre impecables. O la fuerza arrolladora de cuatro voces privilegiadas unidas por el deseo de remover tus huesos sin piedad al unísono en secciones invariables, interminables, explosivas, desquiciantes. Codas alargadas hasta la extenuación, o finales en seco orgullosamente resueltos, sin atender a la posible desorientación causada. Todo es válido -todo menos lo familiar- en la propuesta de Nels Cline y sus Singers.

Más tarde, volviendo a casa, pensaba en el concierto, en la charla mantenida sobre él y en Marcel Proust. Alguien me comentó que al final había disfrutado, aunque le costó meterse en el concierto. Yo, que también había disfrutado tras la entrega de un cierto tributo -una atención especial, una actitud analítica aunque pasiva, un esfuerzo por comprender un sentido último- recordé las palabras de Walter Benjamin a propósito de Proust:

            ¿No es la quintaesencia de la experiencia: experimentar lo sumamente difícil que resulta experimentar mucho de lo que en apariencia podría decirse en pocas palabras? Sólo que esas palabras pertenecen a una jerga fija según una casta y clase y los que están fuera de éstas no pueden entenderlas. (Benjamin, 1929).

Lo cual puede sonar, lo admito, elitista. ¿No hay cierto gozo en ello?

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