25 abril, 2024

Si yo fuera madre, de David Montero y de la compañía La Rara, se estrenó anoche en el Teatro Central de Sevilla. La obra es un grito por y desde la m(p)aternidad, destapando aquellos problemas, invisibilidad y deseos que la sociedad silencia.

Si yo fuera madre es la primera pieza escénica de la compañía La Rara, el colectivo formado por los intérpretes de esta obra: Rocío Hoces, Julia Moyano David Montero. La idea surge de un nexo en común: tanto Julia como Rocío son ex parejas de David. Ambas llamaron al autor, tras ser madres recientemente, para proponerle un proyecto escénico durante la maternidad temprana. La historia, una autoficción «desde el nosotras», nace así de todo aquello que pusieron en común y que, inevitablemente, necesitaban compartir con el público.

La pieza es, por lo tanto, experimental: el escenario es un parque de juegos infantil y Julieta y Lucas, los hijos de Rocío y Julia, dos elementos más. Ambos bebés, de 21 y de 18 meses, invaden el terreno e interactúan con él, haciendo de la obra un elemento vivo e inestable, que debe adaptarse a las acciones impredecibles del presente.

Si yo fuera madre está pasando ahora, ha pasado toda la vida, pero no nos han dejado mirarlo.

Los intérpretes son versátiles y consiguen sortear con maestría las dificultades impuestas por sus hijos. Todo suele estar siempre controlado en el teatro: es por ello que el público, al principio, siente extraña la presencia de los bebés. Este pequeño obstáculo se sortea rápidamente, pues los intérpretes le imprimen al hecho sinceridad. Es tal la naturalidad con la que incorporan las palabras, caídas, llantos y risas de los bebés a sus monólogos, que el espectador no nota el esfuerzo constante de improvisación. Supone todo un acierto el comienzo de la obra, en la que las actrices instan al público a hacer en todo momento lo que «les de la gana». Esto relaja a los espectadores, que aumentan sus participaciones espontáneas y que no notan extraños los ruidos casi siempre presentes de los niños en la escena.

Los actores bailan, cantan, dialogan y se recrean en monólogos, en los que hablan cara a cara con el público de forma cercana, sabiendo en todo momento modular la voz según los sonidos imprevistos que puedan estar produciéndose en escena. La voz de las actrices destaca en la dulzura y proximidad que inspiran.

La música es variada y resultado de una elección correcta, acompañada de escenas de karaoke y de coreografías dinámicas. Si bien estas escenas se alargan un poco más de lo que el espectador precisa, existe un buen equilibrio entre las partes cantadas, danzadas y dialogadas. Igualmente, se aprecia una armonía entre la alegría, la dulzura, y las partes dramáticas.

Si todo tiembla, si nada permanece, ¿qué sostendrá el amor?

 

La historia dibuja escenas repartidas por la vida de los actores y que están textualmente tan bien trazadas que el público se pierde rápido en la imaginación de las mismas. Los saltos en el tiempo aparecen también hacia el futuro, imaginando a los bebés ya mayores desde la improvisación.

El texto es dulce, muy poético, aunque muestre problemas serios, a la par que comunes. Se tratan multitud de temas: el deseo, o el rechazo, de la (p)maternidad; la invisibilización; el amor; el desapego; la memoria; el perdón; la importancia del lenguaje. Aquellos asuntos que no pueden ser tratados, porque la obra no puede ser eternamente alargada, son mencionados, brindándolos así de fuerza y visibilidad. La pieza es, de esta forma, una reivindicación de la importancia de que estas tramas se muestren en los teatros: no son, en ningún caso, «cositas de madres para madres».

Esta autoficción es toda una experiencia a disfrutar y merece ver un recorrido teatral mucho más amplio. La historia habla de todas, de todos: sea por su presencia o por su ausencia, la (p)maternidad necesita ser, de una vez por todas, destapada. 

 

 

 

 

 

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