29 marzo, 2024
Esta música no se analiza, te inunda, te envuelve, te acurruca. Te susurra palabras en un idioma desconocido pero que suena profundo, ancestral, suena a los inicios.

Salif Keita 1

Fotografías por Esperanza Mar

Ante un auditorio completamente lleno, y con apenas unos minutos de cortesía sobre la hora  marcada en la web oficial, el señor Salif Keita se presenta de la mejor manera que sabe, dejando que su música hable.

Siempre es un reto enfrentarse con músicas del mundo a las que no estás habituado, y escribir sobre ellas aún más, así que no pretenderé dar lecciones de algo que se me escapa. Haré lo que me dicta el corazón y no mi cabeza, me dejaré llevar, me dejaré arrastrar hacia las arenas de los desiertos, hacia la naturaleza viva, cruda, desnuda. Y me quedaré allí reposando el espectáculo, degustando el sudor vertido con los años, palpitando al ritmo de timbales, de percusión y de pasión.

Esta música no se analiza, te inunda, te envuelve, te acurruca. Te susurra palabras en un idioma desconocido pero que suena profundo, ancestral, suena a los inicios.

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Puede que tras un cielo cubierto por completo de estrellas, escuchemos una fiesta en el pueblo que está más allá de la colina. Las tenues luces y las risas nos invitan sinuosas a acercarnos y unirnos a la algaravía. No sabemos que se celebra, en el fondo ni nos importa. No sabemos cómo hemos llegado allí pero para una vez que te sientes en verdadera comunión con lo que te rodea en tu vida tampoco te vas a poner tiquismiquis.

La gente se arremolina a tu alrededor, la electrónica suena en forma de percusión, la batería marca el compás, la guitarra acentúa la voz del maestro de ceremonias mientras dos coristas nos seducen con sus bailes y sus palmas.

No hay nadie sentado, nadie se queda en un rincón con su copa en la mano, nadie queda excluido, todos somos uno, enlazados con la música como catalizador, la cadencia de los ritmos como compases y estribillos cantados desde dentro.

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Y risas, muchas risas, en las caras, en los corazones, en las yemas de los dedos que se rozan cariñosas.

La voz del señor Keita no tiene fin, se pierde en el cielo eterno, regresa a nosotros en forma de luz, de guía en la noche, como una voz que te llama para que regreses al hogar.

No podríamos asegurar haber asistido a un concierto, desde luego no uno al uso. Esto más parece una tangana, una reunión de amigos con ganas de evadirse por un rato de la realidad, de entumecer los sentidos, de esconder los prejuicios y las miradas insidiosas en lo más profundo de la tierra. Estamos entre amigos, aquí el que más y el que menos baila con otra pareja que no es la habitual. Bueno, aquí no se baila en pareja a decir verdad, aquí agitas tu cuerpo, te dejas engatusar por el contoneo sabio y primitivo de los que tienen la piel coloreada. Te unes a ellos, sigues el ritmo, te desinhibes de tus propias ideas preconcebidas y te dejas llevar.

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El climax del espectáculo llega al final, cuando sin poder evitarlo más de 100 personas toman, literalmente, el escenario para bailar junto al maestro y toda su troupe. Ante la mirada atónita de la organización, y los intentos fallidos de hacer que se bajen, la música no para de sonar, los timbales inundan el mundo a nuestro alrededor, el maestro se retira ante el temor de ser arrastrado, no sin antes repartir besos y abrazos a diestro y siniestro. ¿Os imagináis? Pues todo lo que os pueda contar es poco. Ahora, una cosa si que tengo clara, la punzada en el corazón que sentí en ese momento no se me olvidará en la mi vida. Y cada vez que la recuerde una sonrisa pura e inocente alumbrará mi cara. Eso seguro.

 

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