28 marzo, 2024
Tres noches, tres, son las que va a pasar con nosotros. Tres noches para repasar una historia que sobrepasa holgadamente las cinco décadas (sí, más que The Rolling Stones). Tres noches para reafirmar un prestigio conseguido a pulso, ése que dice que “a Raphael, hay que verlo por lo menos una vez en la vida”.

FIBES, 23, 24 y 25 de octubre de 2014

Tres noches, tres, son las que va a pasar con nosotros. Tres noches para repasar una historia que sobrepasa holgadamente las cinco décadas (sí, más que The Rolling Stones). Tres noches para reafirmar un prestigio conseguido a pulso, ése que dice que “a Raphael, hay que verlo por lo menos una vez en la vida”.

Lo de Raphael no tiene nombre. Bueno, sí: Miguel Rafael Martos Sánchez. Alias el “Ruiseñor/Divo/Niño de Linares”. AKA Raphael. Pero desde luego es inconmensurable. Bueno, no: lleva unos sesenta millones de álbumes vendidos, tiene en su haber el primero de los pocos discos de uranio concedidos en el mundo, junto a Queen, AC/DC, Michael Jackson o Pink Floyd, ha editado más de cuarenta LP (sin contar singles, EP, directos ni recopilatorios) y cuenta con un museo dedicado exclusivamente a su persona (en Linares, of course).

Lo que sí está claro es que Raphael es un profesional como la copa de un pino, pues de otro modo no puede explicarse el poder de permanencia de un artista al que podemos aplicar el calificativo de “clásico” sin ningún género de dudas. Quizá no tenga el sabor rockero de un Paul Rodgers, pero, ¿qué os puedo decir…?  Aquí tenemos nuestras propias rockstars, aunque a veces tengan poco que ver con el Rock. Así, a botepronto, se me ocurre que Miguel Ríos puede ser nuestro Elvis particular; que el Dúo Dinámico son nuestros Everly Brothers; Cánovas, Rodrigo, Adolfo y Guzmán nuestros Crosby, Stills, Nash & Young; Camilo Sesto nuestro Ian Gillan (por aquello de Jesucristo Superstar); Miguel Bosé nuestro David Bowie; Julio Iglesias nuestro Bryan Ferry; Alejandro Sanz nuestro Michael Jackson… Vale, ya está bien de paridas mentales. La cosa es que no se me ocurre un trasunto, nacional o internacional, rockero o no, de Raphael.

Claro que existen ejemplos de cantantes destacados por su histrionismo interpretativo. Enrique Bunbury guarda una deuda más que confesada con el de Linares. Mónica Naranjo es otra devoradora de audiencias de apetito insaciable. Pero ellos son posteriores, alumnos aventajados. Quizá fue Rocío Jurado la que más compartió la particular visión de nuestro hombre (y por tanto sería su versión femenina), con un repertorio cuidadosamente elegido para apoyar, por encima de todo,  al ARTISTA como imagen inmediatamente reconocible.

No es que fuera una fórmula novedosa. Frank Sinatra jugaba a lo mismo desde mucho antes. Pero mientras Sinatra vendía una imagen impecable y sobria, si bien llena de noche, dinero, mujeres, mafia y demás sombras magnéticas, Raphael ofrece otra mucho más intensa, casi desaforada. Cuando canta, Raphael no canta la canción. Más bien la mastica hasta hacer de ella lo que él quiere que sea: algo absolutamente impensable en la voz de casi cualquier otro artista.

Muchas veces se ha dicho que Joe Cocker tiene el talento de hacer suyas las versiones que hace de otros artistas, y yo no voy a desmentirlo. Pero la sensación que produce al verlo (y aquí la contemplación es indispensable para entender el arte de la interpretación, desligado de su dimensión exclusivamente musical) es la de que es la canción la que posee al cantante. El caso de Bryan Ferry tampoco es válido; el rico tapiz sonoro con el que el británico envuelve tan cuidadosamente los temas que elige para convertirlos en postmodernas piezas de orfebrería crooner, junto a lo delicado de su voz, elegantemente transparente (precisamente por ello más efectiva en su eterna demanda de amor idealizado), y su presencia a la vez cercana y ausente lo alejan por completo del ideal raphaelita.

No. Raphael desborda con su chorro de voz grave; no se guarda nada, y si lo hace no se le nota. Cuando sonríe, aparte de cegar al respetable más que todo el rack de luces que pende sobre su cabeza, quizá no lo haga de forma espontánea, porque forma parte del guion de la canción de turno, pero lo hace con una intensidad que ni Jack Nicholson y Tom Cruise juntos. Cuando la tonada es triste (y son unas cuantas), Raphael llora más que lo que la letra podría hacernos llorar. Cuando baila, se mueve, gesticula, no obedece a una coreografía propiamente dicha, entendida en el sentido de una Madonna, un MC Hammer o Paula Abdul; son manifestaciones del diablo con el que Raphael lleva compartiendo cuerpo desde que le picara el gusanillo del cante, hace mil años. Si levanta una ceja, ya pueden quitarse de en medio Sir Paul McCartney o Vincent Price.

https://www.youtube.com/watch?v=HzeVGSNyf-0

Por supuesto hay grandes canciones en esta larga historia. Muchas de ellas las podremos disfrutar durante tres noches seguidas (si eres así de fan) en el FIBES. “La quiero a morir”, “Ave María”, la excesiva “Escándalo”, la infaltable “Yo soy aquel”, “Estar enamorado”, “Cierro mis ojos”, la cachonda “Mi gran noche”, “Cuando tú no estás”, la enorme “Qué sabe nadie”, “Yo no tengo a nadie”, “Los amantes”, “Digan lo que digan”… son una parte importante de la historia de este país, guste más o menos. Si decidiera pasar de ellas y cantar otro repertorio completamente diferente, tendríamos al Raphael más auténtico. Si decidiera pasar de su repertorio y deleitarnos con un recital de versiones de Heavy Metal, al estilo Pat Boone, seguiríamos teniendo al Raphael más auténtico, porque Raphael es definitivamente mucho más grande que sus canciones, y si me apuráis más que la vida misma, empleando la fórmula anglosajona.

Nunca se sabe lo que puede ocurrir en el futuro (¿qué sabe nadie?), pero, por eso, y por lo que hemos escrito (bajo la decisiva influencia de algún que otro disco de grandes éxitos de lo más recomendable), ahorrad unos euros si podéis este verano y acercaos al FIBES a disfrutar de todo lo que da de sí un grande de la música de la talla de Raphael. Os aseguro que puede ser una gran noche. De escándalo.

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