19 abril, 2024
Las dos bandas sevillanas se citaron en la X para regalarnos una noche plagada de sueños prometedores

Fotografías por Nuria Sánchez

Cuando asistes a un concierto suelen aparecer recuerdos de otras noches que, en su momento, no juzgaste tan memorables, pero que sumadas al momento presente te hacen sentir que un capítulo se cierra y lo entiendes como parte de un todo. Pero dejando claro que las comparaciones son odiosas, lo que ocurrió el otro día en la X me recordó a algo que vi años atrás en esta ciudad. Me explico.

Corría el año 2012 y un grupo de artistas, entre los que se encontraban Pony Bravo, Mansilla y los Espías y muchos otros, se citó en la Encarnación para celebrar el primer aniversario del 15M. Como representantes que eran (y aún lo son) de la agitación de la escena musical sevillana, intentaron parar el tráfico a golpe de canciones para recordarnos lo grande que puede ser el poder de la participación. De aquello ha pasado bastante tiempo, sí, pero aunque en algunos aspectos ese movimiento parezca adormecido, en lo que a música se refiere ha seguido evolucionando. Y si vives en Sevilla sabrás que las casualidades no existen, ya que es una ciudad donde (casi) todo el mundo se conoce, lo que inevitablemente deja pocas oportunidades al azar. Así que no es casualidad que la propuesta indivisible de Las Buenas Noches y Fiebre me resultara tan familiar, remitiéndome en algunos puntos a lo que ocurrió en aquella “noche de setas”.

De hecho, ver a Fiebre es como pasear por primera vez por el decorado de una película que has visto mil veces. Reconoces lo familiar en lo original y cuando crees que estás en un concierto, las palabras te pegan fuerte, mirándote directamente a los ojos, desconcertándote. No resultaba extraño, sin embargo, ver a Marta abrir los ojos lanzando palabras a modo de misiva sobre una base musical envolvente. El público recibió esta propuesta tan inclasificable, de timbre y dicción tan ajenos, con la misma naturalidad con que los componentes de Fiebre cambiaban de instrumento, cuya versatilidad (por favor, que no se confunda con virtuosismo) estuvo siempre al servicio de la voz que sobresalió intencionadamente sobre el resto en clave de sinalefa, trabajando en esdrújula. El violín, el bajo y los efectos de guitarra, unidos a la percusión pesada, fueron el soporte vital de la palabra hablada, lo que algunos gustan en llamar Spoken Word (ellos sabrán). Y aunque se nos planteara repetidas veces la paradoja de si es posible desafinar cuando se habla, respondimos categóricamente que NO mientras la música dibujaba paisajes abstractos inspirados en fiestas locales, con “Salve”,  o sugiriendo la eterna lucha contra el sueño, con la “Insomne”. Así pues, tras vivir en equilibrio entre lo certero y lo abstracto durante casi una hora, nos fuimos a la calle para que Rubén y los suyos dispusieran todo lo necesario para intentar saltar el listón que Fiebre les puso sobre las nubes.

Pero yo no sé si es el cielo o es mi fe porque, sin nubes, la noche tendría que haber sido negra. Y muy al contrario, los que compartíamos humo con la muñeca marcada, veíamos con claridad gracias al luminoso de la puerta e intuyendo que la oscuridad, una vez dentro, podría cortarse con el filo de las cuerdas del charango de Miguel Brieva en lo que fue, a la postre, la apertura de “El Fin del Mundo”. Y así fue como Las Buenas Noches inició el viaje a través de caminos negros calientes al sol, a instancias de la vibración de las cuerdas y la profundidad de una voz incisiva.

Es inevitable recordar a Gustavo Santaolalla o Julio de la Rosa cuando se inicia un concierto de forma tan soberbia, pero es justo decir que la música de Las Buenas Noches tiene identidad propia gracias a la curiosa paleta sonora que la compone: el bouzouki, instrumento de cuerda de origen griego, el charango, de origen sudaméricano, el banjo, del norte de los Estados, el contrabajo y el poemario filtrado por la voz de Rubén Alonso tienen carisma de sobra. Y con esa identidad es fácil saltar por diferentes latitudes aunque tus pies estén atornillados al suelo. Con “Mañana” se inició el repaso a su último largo, un disco plagado de referencias a sus predecesores pero con un brillo y un optimismo diferentes, dando paso luego a “Burros Pintados”, donde el respetable se atrevió a dar sus primeros pasos de baile. Y la sensación de estar dentro de un show global (iniciado ya con Fiebre), con un discurso bien hilado conducido a través de una música extraordinariamente cercana, no nos abandonaría hasta los últimos compases, cuando “El hombre del tiempo” (no podía ser otro) nos anunciara que hoy ya era mañana.

Y cuando fui consciente de que ya era otro día reparé en que ya era 15 de mayo. Pero no sería hasta luego, en el momento de ordenar mis ideas, cuando recordaría que lo que vi esta noche de Mayo guardaba relación con otra de la misma fecha, pero de hace tres vidas. Si Mansilla utilizaba la palabra para contar  historias de la calle sobre el soporte de un saxofón, Marta la utilizaba para dibujar lo abstracto, lo inmaterial y lo intangible. Y al igual que Pony Bravo utilizó el humor para edulcorar la crítica que Daniel Alonso hacía en “Superbroker”, su hermano Rubén y Las Buenas Noches utilizó la metáfora de “Los cuarenta ladrones” para apostillarla. Pero referencias  y comparaciones aparte (ya decía que son odiosas) asistir a dos noches tan separadas en el tiempo, pero tan sorprendentes en sus propuestas, me ha hecho volver a pensar que lo que se hace en Sevilla tiene visos de continuar. Me fui de la Sala X con la sensación de que todavía hay mucho por decir, y si surgen más noches como estas (sean o no 15 de Mayo), podría asegurar que la escena de Sevilla, al igual que los instrumentos de Las Buenas Noches, tiene cuerda para rato.

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