29 marzo, 2024
Juan Mayorga estuvo este pasado fin de semana en el Central, llenándonos la cabeza de mapas. Aquí os traemos las huellas cartográficas que dejó su obra en nosotros

Fotografías Jesús Tirado

Érase una vez un mapa. Este es un cuento de preguntas. Su superficie era negra como el carbón, sus señales rojas y sus límites no existían. Había, en toda esa negrura, unas líneas blancas que buscaban hacerse fronteras, pero el mapa se extendía más allá de ellas, más allá, incluso, del precipicio que creaban sus bordes.

Ese mapa tenía, como no podía ser de otro modo, un cartógrafo detrás, Juan Mayorga, que le había dado forma hasta hacerlo completamente suyo, para desprenderse de él después. Este es un cuento de respuestas. No hay mejor regalo que una creación, – siempre guarda algo nuestro dentro, para siempre -, y este era un presente para cientos, miles, de ojos hambrientos.

Y una historia: Blanca ve en una exposición de fotografías en Varsovia una imagen antigua de una niña con lápices dentro del Gueto, y se propone averiguar si es cierta la leyenda del cartógrafo que, en pleno Holocausto, se dedicó a hacer un mapa “de esas calles donde unos hombres cazan a otros hombres”, gracias a su nieta, que se convierte en sus piernas y en sus ojos. Avanzando y retrocediendo en el tiempo, nos enseña la búsqueda de Blanca, por un lado, y la del anciano cartógrafo, por otro, mientras se nos va desvelando la realidad más importante: los secretos de Blanca, cómo le consume esa búsqueda, la pérdida de la inocencia de la niña. Los mapas propios de las vidas de todos ellos, que se entrecruzan y se alejan, nos enseñan a encontrarnos a nosotros mismos.

Dentro del mapa, hay dos voces descalzas. La de ella, Blanca Portillo, hace sonar las cuerdas del corazón, dulce y clara; y la de él, José Luis García-Pérez, desgarra las paredes del estómago, profunda, intensa. Ambas voces representan diferentes personajes, haciéndolos suyos con una facilidad asombrosa, como Blanca siendo niña inocente y mujer agotada, dando el salto de inconsciencia del presente a consciencia del pasado. Unos personajes distantes, que nos rompen el ritmo, hablándonos directamente, porque lo importante es generar consciencia, que el espectador piense constantemente: “a menudo nos preguntamos si tenemos derecho a representar estos papeles”.

El escenario en el que se mueven es mínimo: unas cuantas sillas, un escritorio, una mesa puesta del revés en el suelo. Todo rojo, como rojas son sus ropas y absolutamente todo lo que sale en escena. El resto, las entrañas del teatro, con vigas y focos a la vista. No necesitan más: ellos, con sus actos y con sus palabras, y gracias también a la luz que repta, cambiante, sobre el suelo negro, crean los espacios, donde los objetos se van acumulando, amontonando el pasado en el presente. Ayudados por la imaginación del espectador, se mueven por diferentes lugares y épocas.

Y es que este es también un cuento sobre el tiempo. “Es lo más difícil y lo más importante de interpretar: el tiempo”, en los mapas, en el arte, en el teatro. Una metamorfosis inevitable, de los personajes, de la historia, de nuestras ideas como espectadores. El tiempo, que salta del pasado al presente gracias a la música, a la luz y a las palabras, es hasta tal punto importante, que en dos horas vemos madurar a una niña. El tiempo, como los mapas, es sólo una representación de la realidad, la cual creamos nosotros. “Es fácil representar una calle, pero ¿y un instante de vida en esa calle?”, se pregunta el cartógrafo, enseñándole a la niña que el tiempo insufla vida en todo aquello que toca y que, tanto los mapas como el teatro, responden a preguntas que alguien se ha hecho.

Porque, al fin y al cabo, este mapa cuenta una historia, pero no la de la niña de los lápices y un anciano, sino la de otros cartógrafos. Este es, sobre todas las cosas, un cuento sobre la búsqueda de la verdad, sobre un escenario vacío y una mente ávida. La verdad que nunca se alcanza, que, – como en muchas de las obras de Mayorga, véase Hamelin -, se nos escapa de las manos y nos hace preguntarnos por qué la ansiamos tanto, qué es lo verdaderamente importante. La soledad de un escenario que se llena con la imaginación, y que, como un mapa, no es más que nuestro reflejo. La plenitud de una mente única, la del espectador, la del teatro, siempre despierta, siempre activa, siempre ansiosa por crear y destruir, para, ineludiblemente, volver a crear.

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