25 abril, 2024
Una noche fría en la terraza de un hotel, sin más abrigo que el de las canciones y una guitarra. Acercarse para no saltar al vacío.

A veces me da por pensar que una de las peores consecuencias de hacerse mayor es que, cada vez, te impresionan menos las cosas. Lo nuevo y lo inaudito ocurre con menos frecuencia. Quizás por eso, la experiencia que viví la noche que vi a  L.A. en la azotea del Hotel Inglaterra fue tan satisfactoria. Tan sorprendente. Tan de verdad.

Y no era fácil. Era la segunda vez que subía a esa terraza y la segunda vez que veía a este artista en directo. Y sabiéndome predispuesto me forcé en mirar a mi alrededor para constatar que esta vez la cosas iban a ser diferentes. Esta vez el set era mínimo y sólo nos esperaba una Gibson acústica un tanto rayada (la típica guitarra de viaje). Esta vez era la típica noche de Territorios, fría como ella sola, y los presentes nos acurrucábamos al abrigo de la amistad en tanto el viento arreciaba en lo alto. Esta vez tenía ganas de disfrutar de verdad, de vivir alejado de lo que pasaba cinco plantas más abajo; aunque hiciera frío y aunque fuera solo por un rato.

L.A. se empeñó en cantar lo que le apetecía, sin guión establecido. Me atrevería a decir que esa decisión fue determinante para que la puesta en escena diera esa sensación de cercanía. Y ya sabemos que la maniobra del acercamiento entraña ciertos riesgos, porque puede ser la clave para desenmascarar a los farsantes para luego descubrir cosas que pueden desilusionarte.  Pero no, aquella noche pudimos apreciar que las cicatrices que componían ese set medio improvisado eran de verdad. Y entendimos que todas y cada una de las canciones estaban escritas (e interpretadas) con alma.  Aunque se cantaran en inglés.

Porque no es necesario dominar la lengua de Shakespeare para comprender que lo único que te queda, cuando ESA persona se ha ido, son un puñado de fotos en un muro (“Pictures on the Wall”). No hace falta si se dispone de una voz tan maravillosa, capaz de girar, subir, saltar y emocionar. Si en algún momento pensabas que estabas escuchando al mismísimo Eddie Vedder, L.A. saludaba con un sucinto hola y continuaba explorando el mástil de su guitarra. Y llegados a ese momento, a la hora de las presentaciones, él mismo se encargó de dejar claro que lo importante, lo único que de verdad importa en un concierto, son las canciones. Así que L.A. vino a hacer lo que mejor sabía hacer: cantar de forma magistral. Mejor callar, pues. La perfección hecha falsete demostraba, mientras se paraba el reloj (“Stop the clocks”), que este hombre conocía bien su instrumento. (Maldito genio, qué suerte llevarlo siempre contigo). Interpretar “Mirrorball” sin la ayuda de los coros puede entenderse como caminar por la cuerda floja, y sabiendo que cinco plantas más abajo no había red alguna, solo hay salvación posible si dispones de esos registros vocales. A la postre, Luis se bastó por sí solo para conmover a las sesenta personas que allí estábamos defendiendo su repertorio y la presentación de su largo From the city to the ocean side.

Es de cobardes largarse sin despedirse y, rindiendo pleitesía al ingenio, no pudimos más que acercarnos un poco más. Nos dimos la mano y nos contamos verdades: sobre la conmoción de testear las canciones sin su banda en otras citas, y sobre la conveniencia de hablar por hablar. Ya estaba todo dicho. Lo mejor sería aseverar que es muy normal que “Outsider” transmita otras sensaciones a través de este formato con el acuerdo tácito de volver a escucharla, esta y otras canciones, arropado con su gente. Prometido queda, Luis. Nos veremos tras el estío.

Hotel Inglaterra. 12 de Junio 2015

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