16 abril, 2024
La banda mestiza afincada en Londres pone patas arriba la calle Fresa. Un viaje desde Nueva Orleans hasta la Alameda a partir de una propuesta muy particular.

Caja Negra. 16 de Abril de 2015, Sevilla

Fotografías por MundanaPhoto 

Abril despuntaba y, en un receso entre fiestas, la música en directo ocupaba su merecido lugar. A falta de la propuesta visual de la feria, y con la resaca del incienso en la memoria, los lunares y los volantes dejaban espacio para que un concierto de jueves amenizara la espera. La Alameda se convertía en un escenario de cartón piedra plagado de figurantes que, cámara en mano, reconocían sus dominios. Intentar franquiciar a Caracol, al Central y a la luna era empresa difícil. Esa noche, a dios gracias, se antojaban inalcanzables.

Y al alcance de la mano estaba la Caja, ese lugar que abre sus puertas con un siseo constante. No encontrarás un acceso más silencioso a un local de conciertos, donde la contraseña es un índice sobre los labios. Una vez dentro todo cambia: solo hay escenario, nervios y música.

Que un concierto no es una cita lo diré otro día. Aquella noche, a diferencia del corporal, el único lenguaje legible era el del pentagrama. Cinco barras que escondían en su entramado la alquimia de los sonidos, como cinco eran los músicos llamados a desentramarlo. Y cuando  Jackson Scott subió a la palestra, su nueva banda lo arropaba en los flancos. Una estampa compuesta por un sevillano de Londres y una banda mestiza de Francia y de las Islas; una mezcla explosiva que contaba con violín-teclado-bajo, guitarra y batería. Nada que me sorprendiera a mi edad si no fuera porque en sus inicios “All the Road” trajo la esencia de Django Reinhart, ese artista imposible que se inventó el Gipsy Jazz. Gloria a la velocidad, al ritmo y a la felicidad. Con esos mimbres y ese inicio, la noche no pintaba nada mal.

Y aun con el público lejano, en su mayoría familiar, la banda hizo pequeña nuestra distancia hasta el escenario. Con la llegada de los medios tiempos y “Wierdo”, la Caja se convirtió en una suerte de cabaret donde Mirabelle, al violín, apuraba su gin tonic. Jackson, con innegable (y sorprendente) acento andaluz, dio la bienvenida a los presentes, cuya voz rasgada y un tanto canalla nunca se oyó cristalina. El respetable lo pasaba en grande y el murmullo de la risa ensuciaba el mensaje. Concentrado en ser feliz, Jackson podría haberse ayudado de los diales de su mesa de mezclas para hacerse presente pero, sobrado de actitud y jugando en casa, pudo permitirse el lujo de cantar como le dio la gana. Llegados a la historia de un viaje psicotrópico de un amigo de Jackson,  “Waltz” y luego “Rat Mate” volvieron a subir las revoluciones. Se imponía recargar cervezas.

Una cosa, si eres de esas personas capaz de oír por separado cada instrumento, disfrutarás con cada una de las frases que estos músicos tienen en su guión. Y si no, degustarás un diálogo repleto de matices que en su totalidad conforma una escena musical deliciosa. Como si de una obra de teatro se tratara, el repertorio se presentaba secuencialmente formando parte de un todo reconocible desde el inicio hasta el final. Y tras “Midnight Sketches” y metidos de lleno en el nudo de esta historia, Jackson se arrancó a cantar una rumba en español. Segundas miradas de asombro al recordar que este tipo de Londres podía cantar como el más garrapatero de Jerez. Irónicamente, y a pesar de la cercanía con esa tierra, fue el momento en que más nos alejamos del concierto. Mano de Dios, la banda que en su día acompañaba esos temas con muchísima más exuberancia, dejó clara la diferencia con sus actuales comparsas, que defendieron el paréntesis lingüístico con corrección pero sin el pellizco necesario. Pero no seré yo el que le pida peras al olmo, y de vuelta a Nueva Orleans, encaramos la recta final del espectáculo con aliviado optimismo.

Ritmos ska, latinos y hasta tumbaos en los teclados, marcarían aún más las aristas de esta mezcla, un todo formado de muchas partes que cristalizó en temas que subieron la temperatura y arrancaron pasos de baile. “Janniene”, “You´ll Do” fueron el vehículo que hizo que los presentes nos olvidáramos que llevábamos más de una hora de concierto sin descansos y a todo gas. El bajo machacón, el swing, y el movimiento de caderas nos llevaron en volandas hasta el final donde “Baboon” y “St. James” fueron el preludio de las despedidas.

Y cuando la música de fondo sonó y los abrazos afloraron, la magia de la alquimia se disipó. La música, Nueva Orleans y el swing se apagaron para siempre. Era la hora de partir y de recordar.  Y recordé muchas cosas: cómo me aproximé a esta sala, cómo llegué hasta su puerta y qué ojos me señalaron el camino. Y recordé que la excusa de todo esto, cada vez que nos citemos al abrigo de una guitarra, siempre será la música. Jackson y los suyos, de territorio en territorio, sabrán sacarnos el swing a pesar de que la Caja, el silencio y el verano, pospongan lo inmediato. Seguro que nos volveremos a ver, a pesar de las circunstancias.

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