
Él Mató a un Policía Motorizado son el buen ejemplo de que la vida sigue con todos sus más y sus menos: Imperante, imparable, como la travesía que dibuja su discografía.
Fotografías por Isaac Durá
Aunque desde el bar de arriba ya se viera cola una hora antes de encender el rótulo, nada fue igual. La noche de hace tres años en poco se parece a la del lunes pasado. Entre ellas solo algo idéntico: una banda argentina que viene cada vez con los bolsillos más grandes. Más grandes porque hoy son más los que corren sofocados a su directo porque casi se quedan sin entradas. Si no escuchamos a Esteban decir mil veces que ya no cabe dentro ni un alfiler, no lo escuchamos ninguna. Lleno hasta la colcha, petao, calor y buena vibra debajo de la ropa. Él Mató a un Policía Motorizado son el buen ejemplo de que la vida sigue con todos sus más y sus menos: Imperante, imparable, como la travesía que dibuja su discografía. SALA X se llena pero de forma distinta. Hace más calor porque hay más gente. Hay más gente porque su directo cada vez es más cálido. Cálido de cercano, sin ser del todo empalagoso, ojo, porque hablar de sentimientos a golpe de guitarras imponentes no es tarea fácil. Sus letras son bonitas, sus canciones redondas y emotivas, generadoras de recuerdos.

Cualquiera que tenga a los argentinos en su lista de reproducción puede ir de la risa nostálgica a la lágrima sincera en tan solo tres temas de directo. Es bonito presenciar desde segunda fila cómo el ambiente es transparente. Nadie tapa sus sentimientos, los expresan con libertad. Todos van a disfrutar durante veinte canciones de la vida y ya está. No se le puede pedir nada más a un concierto esperado. Es curioso no ver muchos móviles en alto, la gente disfruta de la cita a la vieja usanza: Bailando, botando y levantando sus brazos. El ruido esa noche es mucho más que la ausencia de silencio. Esos músicos saben cómo llenar de emociones una sala llena de personas. El amor es un terremoto del que salimos sanos y salvos, como este concierto.

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