28 marzo, 2024
Tenía mucha curiosidad por ver a Bigott. Esas pintas de flipado terminal y una cierta psicodelia folkie que pude ver un día en televisión me intrigaron lo suficiente para esperar lo inesperado de este Nocturama. Y es lo que obtuve.

Fotografías por Antonio Guerrero y Rocío Romero

Kokoshca es una formación navarra, un cuarteto en directo, con dos cantantes-guitarristas, un bajista y un batería. ¿Qué hacen? Bueno… a mí también me gustaría saberlo. Supongo que lo suyo se puede catalogar sin demasiados problemas como música pop. O rock. Sin embargo, me dan ganas de inventar otros nombres: Música de la Crueldad, Rock del Absurdo, Pop-que-yo-lo-valgo… No me malinterpretéis, mi opinión no es enteramente negativa acerca de estos sujetos. Valoro la libertad de formas de la que hacen gala. Pero admito que casi acabaron con la visión omnímoda que tengo de mí mismo en materia musical.

Salieron a matar(¿nos?) cantando algo que imploraba: «no dejes que me lleven«. Nada grave, la verdad. Tras un par de temas, influido quizá por el aspecto de la chica, tan rubita, con su vestido azul y su sombrerito de paja, yo me encontraba presto a decir que hacían una especie de proto-punk naive, pero todo se fue al garete con la siguiente canción. Otra petición, que en esta ocasión consistía en «alísate el pelo». No, no era proto-nada. Era lisa y llanamente una porquería. Sin embargo, el siguiente tema, extraído de su nuevo disco Hay una luz (2013), me hizo sonreír.

«Aún era de día cuando…» empezaban a cantar a dúo el chico y la chica cantantes, sobre un fondo melódico ruidista pero sobrio que recordaba al «Walk on the Wild Side» de Lou Reed. Y es que «éramos dos: «Jon y yo»» fue seguramente el mejor momento de su actuación, con una historia absolutamente delirante, narrada con una convicción pasmosa, como si encerrara en su texto algún secreto trascendental. Realmente conseguida.

Después, con más atención, pude constatar que la chica era una guitarrista muy limitada (bueno, todos eran músicos bastante limitados, si eso os importa), pero que sabe sacar partido de su voz dulce en cosas como «Directo a tu corazón». Los coros, en cambio, eran bastante malos. El tono general mejoró hacia el final, con momentos de naturaleza orgásmica al ritmo de un corazón, pop feliz y vitalista y el falso final de «No volveré». ¿No volverán? Mmmm… No sé cómo sentirme al respecto.

Bigott

Tenía mucha curiosidad por ver a Bigott. Esas pintas de flipado terminal y una cierta psicodelia folkie que pude ver un día en televisión me intrigaron lo suficiente para esperar lo inesperado de este Nocturama. Y es lo que obtuve. Con un par de amigos al bajo y la batería y armado de su guitarra dio comienzo a su actuación de forma tranquila y atmosférica. Lo que inmediatamente me sorprendió es el contraste entre la imagen de Bigott, su encantadoramente alocada manera de conducirse entre tema y tema, y el tono de sus canciones, que tienen un no-sé-qué de pop ochentero sajón de lo más comedido, aunque siempre algo excéntrico. Cuando rockea parece hacerlo sin energías, aunque el efecto es intencionado, claro. Sabe crear una rara intensidad, de esa que se advierte cuando la música ha acabado bruscamente, como en «Female Eunuque».

Pero el verdadero showman aparece entre canciones. Su lenguaje corporal, sea impostado o no, es una delicia para amantes de lo bizarro. Vagamente femenino, altamente freak, Bigott abarca el mundo con los brazos de un niño que tiene algún problema. Divisa la luna o la chimenea del Monasterio de la Cartuja y la señala con admiración, comenta el hecho y lo vive para nosotros, quizá consciente (no, seguro) de lo singular de su persona. Lame el mástil de su guitarra. Sus compañeros se parten de risa. Nosotros también. En un arrebato, descubre un pequeño insecto, lo toma delicadamente con la mano y lo sopla contra la lente de una cámara atenta, murmurando distraídamente (pero siempre cerca del micro): «Oh, un bichito».

Bigott es un buen guitarrista, en su acepción más básica. Vocalmente es un malaje, pero esto es consecuente con la música hasta cierto punto austera que practica (sirvan «Find a Romance» o «Dead Mum Walking» a tal efecto). Lo mismo puede decirse de sus compañeros; todos poseen buen gusto. Jamás se salen por la tangente, incluso cuando el jefe se arrastra por el suelo o hace el tonto en plan guitar-hero.
También se quedó solo en algún momento, sin que decayera el espectáculo, pues él es el elemento más espectacular de su música. Las intervenciones y demandas de cierta parte del público, en ocasiones un tanto pesado y saboteador a base de querer ser protagonista y encontrar acomodo en los brazos de un personaje tan especial, fueron la única y nimia nota negativa del concierto. Bigott se comportó de manera impecable, sin afear nada y sabiendo cuándo parar los pies y recuperar su escenario. «Cannibal Dinner» fue pedida, regalada y celebrada, contentando a todos. «Baby Lemonade» sirvió al mismo propósito, cerca ya del final.

Fue una noche para ser testigos de dos modos muy distintos de experimentar el concepto de vergüenza torera: la que hace que en ocasiones te mires con tus amigos en busca de una disculpa por haberles convencido de que vinieran, y la que te alegra el día, la noche y la mañana siguiente, aparte de resarcirte de la primera; la que no indigna pero llega a molestar y la que admira; la que pides por el amor de Dios y aquella que no echas de menos porque es absolutamente necesaria y en realidad está presente, cuando de lo que se trata es de estar frente a un público y justificar el dinero de una entrada. Vamos, la diferencia entre no tener vergüenza torera y tenerla a pesar de ser un sinvergüenza.

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